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Foto del escritorJoselyn Silva

Día del Dolor Crónico (2022)



Hace dos años retomé este blog hablando del dolor crónico porque me entrevistaron en Ibero 90.9 en un programa especial sobre el tema. (Pueden leer aquí las entradas del 2020 y del 2021).


Como las veces anteriores, más que hacer un reporte de qué es el dolor crónico, quiero hablar de mi experiencia como paciente con esta condición. Quiero hablar de lo que no se habla; lo que está entre cuatro paredes y que aun hoy se cree que debe callarse porque les demás no tienen por qué enterarse.


Faaaaaaaalso.


Tenemos que hablar de dolor, así como de otros temas que ya he abordado en este su blog de confianza. Y tenemos que hacerlo porque todxs estamos expuestos a vivir con esto.


Desafortunadamente tuvo que pasar una pandemia por un virus para que el mundo volteara a ver a les pacientes con dolor crónico, con enfermedades autoinmunes o neuroinmunes, enfermedades postvirales, con secuelas varias... El bicho aquel atacó con todo y hoy muchas personas viven mal (o «viven», mejor dicho).


Como ya he contado por acá, mi dolor es causado principalmente por la EA (espondiloartropatía) y la fibromialgia, desde hace ya varios años. Ahorita estoy estable gracias a todos los tratamientos de reuma y algología, pero ha sido mucha prueba y error, tanto con los medicamentos como con procedimientos como los bloqueos, o la fisioterapia. Y fue también un camino tortuoso para lograr los diagnósticos. Recuerdo que, por ejemplo, el —pinche— reumatólogo FRL me dijo que lo inventaba y se fue por la salida fácil: era un trastorno psiquiátrico y el remedio era que me internaran en un manicomio. Y conste que fueron sus palabras. Fue incapaz de reconocer que no sabía qué me estaba pasando, que el problema superaba su conocimiento, capacidad y habilidad; le pesó el orgullo. Pero luego les cuento bien de ello; ahorita no es el momento para denunciar todo el sufrimiento al que me sujetó. (¡Que se joda!).


Y es, tristemente, algo muy común: al no encontrar la causa del dolor, la solución es pensar que todo es producto de la mente trastornada del paciente. Hoy día, al menos en los últimos avances en psicología, ya no se habla de hipocondría, sino de enfermedades psicosomáticas, que no es lo mismo. Estas últimas —de acuerdo a lo que aprendí con el Dr. Javier Alfaro, el profesor pro del que ya les he contado— relacionan lo que pasa en la mente —y el espíritu— con los síntomas físicos. El estrés, la ansiedad, la depresión... todo puede provocar síntomas reales en el cuerpo. Ojo: no es lo mismo que decir que todo es producto de la mente, como si ésta inventara las cosas; sino que el sufrimiento mental es traducido en afecciones físicas. Tenemos a la embodied mind (y embodied soul): la mente (y el espíritu) encorporeizada: el ser se compone de varios estratos como el físico, el mental y el espiritual que son uno y varios al mismo tiempo; un poco como la Santa Trinidad.


Volviendo al tema, es curioso. Hace poco tocó el biológico. En otras ocasiones la última de las cuatro semanas que dura el medicamento es terrible: dolor, cansancio, irritabilidad, malestar general... Pero esta vez todos los síntomas fueron un «meh»; es decir, sí molestaban, pero no al grado de tirarme en la cama. (Bueno, a excepción del sueño, ése sí me tiró unos dos días).


Creo que mucho se debe a la fisioterapia/hidroterapia que estoy tomando. De momento el objetivo es analgesia: controlar el dolor y permitir la estabilidad. Ya luego vendrá empezar a fortalecer mi cuerpo para ganar masa muscular. Estoy yendo al Hospital Español porque es el que tiene tanque terapéutico y debo decir que estoy muy satisfecha. He tenido fisioterapeutas muy buenos que atienden mis necesidades del día a día, pues a veces hay más o menos dolor y éste varía de lugar. Moverme en el agua me ha ayudado muchísimo. Y naturalmente la doctora de medicina física y rehabilitación que media todo es buenísima: como todxs mis médicxs, me cree y por eso sigo con ella.


Aunado a ello, sigo con mis tratamientos habituales, pero ¡hey! no ha sido necesario otro bloqueo. Si acaso hay días en que me tengo que poner gel analgésico y descansar, pero no se compara a los días malos en que me vuelvo patata ni a los tiempos en que el bloqueo era cada semana o quince días. Ahorita llevo varios meses sin necesitarlo. ¡Meses! Honestamente no recuerdo cuándo fue el último, pero debió ser por ahí de julio, cuando regresé del viaje.


Creo que todxs hemos experimentado dolor en nuestras vidas —tanto físico como del espíritu—, salvo aquellxs casos raros de variación genética. Es un mecanismo de defensa: nos avisa cuando algo lastima para que nos apartemos de ello, como el fuego de una estufa, la mordida de un gato, un rastrillo desgastado, etcétera; y lo mismo cuando se trata del dolor que supera el cuerpo. Sin embargo, el dolor crónico va más allá: tiene al menos seis meses de duración, no responde a tratamientos convencionales, causa algún grado de discapacidad...


Es probable que todxs hayamos vivido un dolor físico tan intenso que nos impida trabajar, ir a la escuela, salir con amix, o simplemente descansar en casa. Cefaleas, cólicos menstruales, dolor de estómago... De todo un poco. Surtidito. No diré que el dolor crónico es peor, porque no quiero invalidar estos dolores más «sencillos» o «chiquitos» (o seáse: es válido echar pestes; no hay por qué volverse estoicos), pero conforme pasan las semanas y el malestar no se va, vienen la desesperación, el hartazgo, el sufrimiento, la desesperanza. Y es que con el dolor crónico se pierden vida y relaciones, como ya he contado en otros momentos.


Igual que otras veces, hice esta entrada en varias partes porque entre la falta de tiempo y el cansancio, el cuerpo no da para sacar todo lo que tengo que sacar. El lunes, Día Mundial del Dolor, éste volvió. Creo —o quiero creer— que es porque he estado haciendo más cosas, como las clases de guitarra, las ponencias, la hidroterapia y más; pero no llega a ser tan incapacitante como lo era antes. No exagero cuando cuento que no podía ni apartar las cobijas sin que el dolor me invadiera y me hiciera llorar. Era como si en vez de un cobertor tuviera un montón de piedras. Y qué decir de las neuropatías que me impedían recibir un abrazo sin sentir que me clavaban miles de agujas diminutas o que me quemaran con un hierro al rojo vivo. Recuerdo con pesar que muchxs no me creían y decía que exageraba, que era una mamona por no querer que me tocaran, pero la realidad era otra: hasta el mínimo roce me producía un dolor intensísimo. A veces tenía que quedarme boca arriba en la cama sin moverme para que ni siquiera la ropa me molestara (naturalmente no lo conseguía...).


Creo que muchxs asumen que las enfermedades crónicas, del tipo que sean, causan dolor, pero pocxs han visto la cara de éste. No hay foto, imagen o gráfico que ilustre lo que se siente. La escala que suele haber en los consultorios con los muñequitos con dolor desde cero a diez es útil sólo en parte. Como he mencionado en otros textos de este blog, puede incluso resultar en un problema; es un arma de dos filos: puede que la persona sí se identifique y sea capaz de asignarle un número al dolor que siente de la manera más acertada posible, pero también puede ocurrir que al ver la escala la persona piense que lo suyo no es tan malo y en vez de un ocho diga un tres. Tendemos a eso: a minimizar lo que sentimos porque creemos que no es tan malo, que hay otrxs peor que unx, que debemos de aguantar... Estoicismo puro y duro.


Nadie merece vivir con dolor, sea éste una ligera incomodidad o un malestar incapacitante. Por ello quiero decirte a ti, que estás leyendo esto: no te aguantes. No te hagas el/la/le fuerte. Pedir ayuda frente al dolor no te hace débil.


Vivir sin dolor es tu derecho, como señala el doc Pedro Martínez.


Ciertamente el acceso a medicina del dolor depende de muchos factores, pero como siempre comparto, pueden acercarse a mi algólogo querido y él puede orientarles. Dejo al final de esta entrada sus datos.


No quisiera que otrxs experimentaran lo que viví, ni el dolor en sí ni el «te tardaste mucho en venir» que me dijo el algólogo. Como ya he contado, esa tardanza se debió a muchos factores, como que ya me había resignado a vivir con dolor por la EA y la fibromialgia. Todxs me decían que era normal, pero no respondía a ningún tratamiento. Tanto reuma como endocrino estaban desesperados porque nada me quitaba el malestar, hasta que llegué con mi algólogo queridísimo <3. Insisto, ha sido prueba y error (a veces terminé pachequísima después de los bloqueos o los parches jiji), pero después de un rato llegamos a una estabilidad, al punto exacto que me mantiene bien.


Sí, tiene sus limitantes o aspectos que no son tan agradables, pero si pongo en una balanza éstas vs ser una plasta en la cama, prefiero darles la vuelta. No saben cuánto extraño beber una Trooper, tener un día sin somnolencia, no preocuparme por ir por la receta porque son medicamentos controlados o evitar las preguntas incómodas sobre el parche de buprenorfina y los otros fármacos... Sí, pueden ser tonterías comparadas con los beneficios, pero también vivimos de esos pequeños placeres como disfrutar una cerveza con amigxs.


El dolor contribuye a hacernos seres humanos; creo que no podríamos tener esa «humanidad» si viviéramos sin esos estímulos (además de que seguramente moriríamos muy pronto); es decir, no sólo se trata de apartarnos de lo que nos hace daño, sino unirnos contra ello, lograr cierta empatía, cierta protección y también enseñanza que se transmite de generación en generación. La humanidad ha podido avanzar gracias al dolor —otra vez, físico o del espíritu— y unx como individuo también: aprendemos gracias a éste, nos hacemos más fuertes y más resilientes. Claro, desearíamos que hubiera otro modo de tener esos aprendizajes, pero c'est la vie.


Menciono que avanzamos como comunidad gracias al dolor porque surge no sólo este proceso de enseñanza-aprendizaje, sino también de protección al indefenso, al que apenas empieza a vivir (sea por edad, por inocencia o por inmadurez), al que aún no tiene las experiencias necesarias para pelearse con esta vida que puede ser hermosa y dura al mismo tiempo. Y no se trata sólo de enseñar a quitarse del estímulo doloroso, sino a afrontarlo y superarlo, sea una inyección, un corazón roto, una caída de la bicicleta, o la muerte de un ser querido. Aprendemos a vivir con ese dolor —temporal o permanente— y a seguir adelante. Ojo: repito, no se trata de aguantar y aguantar y aguantar, sino de crear estrategias para sobrellevarlo.


Se me están acabando las cucharas, por lo que cierro el texto aquí. Espero prontito escribir más al respecto, porque es un tema amplísimo del que tenemos que seguir hablando y reflexionando. Por mientras, les insisto en que hay que atender el dolor, sea desde la algología y los cuidados paliativos o desde la psicología. Nadie merece «vivir» a medias.


Les comparto una vez más los datos de mi querido algólogo. Pueden encontrarlo en la Clínica Séneca, Polanco, CDMX, enfrente de Plaza Antara.



Les quiero y les mando abrazos suavecitos.


Jos











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