Hey. Aquí ando, escribiendo por ratos, leyendo otros; sobreviviendo casi siempre. Va un surtido rico de mil cosas. Está revuelto, pero es para lo que dio el cuerpo. Pasen y lean, si gustan.
Ha pasado de todo. Como les conté a algunas personas y en redes (estoy volviendo poco a poco y para más cosas que ver videos de gatitos) me enfermé otra vez. Fue súbito; un día estaba bien y la mañana siguiente estaba fatal. El plan original era ir a Urgencias, pero en vez de ello fuimos con el infectólogo, quien mandó un panel respiratorio pues, en sus palabras, conmigo es importante saber contra qué bicho estamos peleando. Y sorpresa: covid e influenza A. Ambos. No sólo me asusté, sino que me pregunté mil veces los dóndes, los cuándos, siendo que casi no salgo y cuando lo hago uso cubrebocas. Aunque sabemos que la mayoría de la gente ya no se cuida. Y sabemos también que el Simponi tiene como efecto adverso principal las infecciones respiratorias, pero desde octubre es como si no tuviera defensa alguna. Long story short, me lo retiraron y estamos en espera de ver si lo sustituimos o hacemos algo más.
Ambos virus me dieron una soberana paliza y me regresaron a la cama. Mamá se ha rifado muchísimo en los cuidados y es probable que gracias a ello la cosa no empeoró. Ya había estado más estable, ¡incluso del dolor! Claro que, para eso tuvieron que pasar un bloqueo agresivo, ajuste de medicamentos, síndromes de abstinencia, apoyo de psiquiatría... empezábamos a creer que tendríamos que tomar otras medidas, pues gracias a ciertas decisiones políticas en México hacen falta fármacos para combatirlo. Sin embargo el bloqueo funcionó y andaba mejor; hasta empezaba a dejar el bastón (el cual decoré bien bonito, por cierto). Mas los virus llegaron y resetearon a cero una vez más.
En redes publicaba que hay cosas que debería estar haciendo, lugares que debería estar visitando, debería estar siendo otra persona. En cambio heme aquí, tirada en una cama, escribiendo tecla por tecla, con dedos temblorosos y adoloridos, rígidos, hinchados.
Sé que no debería volver a esos «hubieras», pero no puedo evitarlo. Había tantas y tantas cosas que quería hacer... y algunas las sigo queriendo. Lo que daría por poder volver a estudiar, investigar, leer en serio, recuperar mi(s) memoria(s)... y claro, estar con la familia, amix, colegas; viajar, comer, crear...
Cuando era niña todos mis profesores y Maestros me decían que «llegaría lejos», que haría algo importante, que podía cambiar el mundo. Mucho de ello era por mis notas sobresalientes en casi todos los campos, por los promedios siempre arriba, por mis capacidades de memoria, razonamiento, lógica; por mis creaciones, premios y todo ese etcétera. Y claro que me llenaba de orgullo (y ansiedad, pero ése es otro tema del cual luego hablaré) y deseaba todo aquello. Hoy ese «lejos» es tan risible como la distancia de mi cama al baño. Hoy esa «capacidad» muchas veces es despertar, tomar mis medicinas, limpiarle al gato o bañarme.
Otras personas enfermas o discas podrán entenderme cuando digo que esas acciones tan pequeñas —en apariencia nomás— me desgastan. Cuando me baño sé que no podré hacer mucho más durante el día, por ejemplo. La última crisis, en la que mamá me llevó en silla de ruedas, terminó conmigo llorando porque no aguantaba el dolor, la intolerancia sensorial, la ansiedad y la fatiga. No duramos ni veinte minutos afuera. Y vuelve el sentimiento de que estoy arrastrando a mi familia a una serie de cuidados que no merecen. No merecen cargar con una hija enferma.
Sí, sé que me dirán que lo hacen con todo el amor, pero el amor no elimina el dolor, el cansancio, el hartazgo. Ser cuidadores no es algo en absoluto sencillo; lo sé porque también me ha tocado serlo por momentos. Sentir que te desplomas, tener que buscar de dónde sujetarte, poner buena cara para que el otro no note el malestar, respirar profundo y seguir adelante.
Créanme que intento eso, seguir adelante, pero cada día es más difícil. Cada día se suma algo nuevo, diferente; algo contra lo cual luchar. Habrá quien me diga que es mejor «abrazar» la enfermedad, hacerla «amiga». Si por mí fuera la correría a patadas. Salvo algunos, no le deseo esto a nadie. Porque no sólo es la enfermedad en sí, es todo un mundo que te va devorando a veces lenta, a veces rápidamente. Es que todo alrededor gire en torno a ella.
Hoy, por ejemplo, debería estar celebrando los 100 años de mi abuelita. ¡100 años! (Otro día les cuento de ella). Y en cambio heme en cama con el Zacarías porque el cuerpo simplemente no da, no sirve, se queja. Tuve que llenarme de pomada y vendarme piernas y brazos porque me dolía hasta la piel. Tuve que correr al gato porque el mínimo roce era desatar el infierno. Otro de los días arreció la crisis por el simple hecho de despertar. Desperté, la saturación de oxígeno bajó, la taquicardia subió y me obligaron a quedarme en cama con el oxígeno puesto. Es como really?
Intento buscar los porqués, los cuándos, los cómos. Hay cosas que no me explico y hay decenas que no tienen explicación, simplemente están. Las enfermedades autoinmunes son así: atacan todo y en ese «todo» no se sabe cuál de todas es. No sé si lo que me pasa es por la espondiloartropatía, la fibromialgia, la encefalomielitis miálgica, el Hashimoto, todas, ninguna de las anteriores u otra cosa. A veces no sé ni qué es lo que siento, sólo sé que me siento mal y que no quiero estar así. ¿A quién le gustaría vivir el día a día con dolor, fatiga, náuseas, confusión, pérdidas de memoria, afectaciones neurológicas, psiquiátricas y demás? De mi salud mental ni les cuento, va en caída libre.
Sé que habrá quien al leer esto me diga que lo mío no es «tan malo», que no es «terminal». Yo les digo que no necesito que lo sea para sentirme en el borde del precipicio y que mi sentir es válido. Es como cuando los adultos aplican la «hay niños pobres que no tienen qué comer y deberías estar agradecido, así que come» a sus hijos cuando no quieren comer. El malestar de otro no anula el propio. ¿Debería agradecer que lo mío no es «tan grave» como lo de otros? ¿Debería acaso sentirme mejor por ello? Es absurdo. Y miren que hay quien me lo ha dicho frente a frente: «deberías agradecer porque no tienes cáncer, por ejemplo». Hum, ¿gracias? No me hace sentir mejor en lo absoluto. Al contrario, aumenta el llamado «Síndrome del Impostor», como si todo estuviera en mi cabeza, como si todo fuese un invento de mi mente.
Como otras veces, hice esta entrada por pedazos, en diferentes ratos. Un ratito en la mañana, descansar, comer, darle otro poco, intentar dormir, que se bajara la saturación, ponerme el oxígeno, escribir otro poco y así. Y es que como apuntaba en otros sitios, pese a todo la escritura se niega a irse. Alguna vez se lo decía a mamá: todo y todos se van, hasta dios y la esperanza, pero el arte se queda; está bien instalado, sus raíces y ramas envuelven todo, hasta el último gránulo de vida. Y como me decía una muy amada amiga: la creación de historias nunca se ha suspendido en mí. Quizá no están en un papel o un procesador de textos, quizá las olvide para siempre, pero siguen ahí. El arte es la estructura del edificio de mi vida (como sugería Rilke) y sé que lo seguirá siendo hasta el día de mi muerte y después de ella.
Y creo que ya hasta aquí. Escucharé música un rato mientras los niveles se ajustan. Les dije que iba a ser surtido rico y no mentí. Nunca se sabrá si la caja de galletas traerá galletas, hilos, recortes de periódico, boronas, bigotes de michitos o fotografías. Puede que escriba de nuevo aquí en su blog de confianza por ratitos; aún hay mucho qué decir. No pretendo que esto sea la nueva obra cumbre de la literatura, sólo soltar un poco las aguas que me retienen contra la cabina. Es lo que siento, pienso y vivo.
Jos
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