Anoche* iba a publicar en mi página de Facebook y mi perfil de Instagram con el corazón en la mano. Preferí cerrar las aplicaciones y quedarme solo escuchando música, con el gato aplastado encima de mí y esperando pasar una noche en calma. Lo hice porque el texto emanaba cosas que no siento ni pienso en momentos de lucidez y sensatez.
Anoche vimos al neurólogo y recibí los resultados del segundo estudio genético. Tenía la esperanza de que por fin algo saliera fuera de lo normal. No fue así. Nada. Nada. Algo se quebró dentro de mí, otra vez.
Escribo esto aquí para quitarme un poco de ese peso. Los únicos que me ven día a día, mis padres, pudieron entenderlo y me dejaron llorar anoche, sin hacer ningún comentario. Ellos que me ven a diario, que con ver mis ojos saben si pasé mala noche, si hay dolor, si estoy muerta de cansancio… Que sufren conmigo en cada crisis, cada caída. Que buscan respuestas también, sin hallarlas. Solo ellos que me ven y escuchan a cada momento saben por qué quería que algo anormal saliera en esos estudios.
Para otras personas será absurdo y hasta increíble que diga que prefiero la “mala noticia” de saber que tengo tal o cual enfermedad antes que un estudio normal. Me explico (o intento hacerlo) en estas líneas.
Llevo más de cinco años buscando qué demonios me sucede. Los recuerdos se amontonan en mi (desgastada) memoria: pasé de estar en la cima del mundo a estar tirada en una cama sin siquiera poderme levantar sola. Con mis padres vimos a médico tras médico, me acompañaron a innumerables estudios, fueron demasiados pinchazos, demasiadas visitas a laboratorios. ¿Para qué? Nada. Todo salía normal siempre.
Las voces de múltiples médicos resuenan en mi cabeza:
“No tienes nada, deja de fingir”
“Lo haces por llamar la atención”
“Con lo que te di ya deberías estar bien”
“Es psicológico”
“Exageras”
“Ni tienes nada, no sé por qué lloras”
“Tú no sabes nada, el médico aquí soy yo”
“Eres de los que busca en internet y creen que ya saben, pero el que sabe y manda aquí soy yo”
“Te voy a recetar antidepresivos porque es evidente que los necesitas”
“Lo que tienes que hacer es ir al psicólogo”
“Tú no sabes nada de cómo actúan los medicamentos, ¿o qué? ¿Sabes de farmacodinamia y farmacocinética? No, verdad. Entonces solo haz lo que yo digo”
Mi madre no se escapó a esos comentarios que tiraban a matar. Ella iba con un portaplanos y varias carpetas por aquí y por allá buscando respuestas. No las consiguió. En otro momento hablaré de los desgraciados que la hicieron llorar. Fue hasta que la esposa de uno de los médicos que me atendía pidió mi expediente que tuvimos algo de luz. Y fue esa misma doctora (a quien le estoy eternamente agradecida) quien regañó al médico (o sea, a su esposo), haciéndole ver que su trato fue terrible. (Esa historia la cuento después). A partir de ahí fue otro peregrinar porque de una especialidad nos derivaban a otra. Porque era repetir la misma historia otra vez, otra vez y otra vez. Porque me enfrentaba al rechazo que tenía por tomar más medicamentos. Porque me decían cosas que no entendía; yo solo quería sentirme bien. Quería recuperar mi vida.
Cada día de esos cinco años, en camino a los seis, me ha desgastado física, mental, emocional y espiritualmente. Entonces, con cada evento como el de anoche, comienza el torrente de pensamientos y sentimientos catastróficos. La muerte es otra vez atractiva y por instantes pienso que sería lo mejor. Aprieto mis manos para evitar hacerme daño. Intento respirar, pero se agolpan infinitas escenas, visiones, sensaciones. Solo puedo llorar. Mi cuerpo me grita que es vulnerable. Vienen a mi cabeza los innumerables medicamentos que he tomado. Viene la certeza de que dependo de ellos para medio vivir, la certeza de que estaré en una vida limitada y que tengo que adaptar mis sueños (o lo que queda de ellos) a ésta. La duda sobre el qué pasará después. El miedo frente a esa incertidumbre porque un día mis padres morirán y me quedaré sin ese soporte. Sé que mis hermanos no me dejarán sola, pero tienen sus vidas, sus familias, y yo no quiero (ni pienso) ser una carga, por más que me insistan en que no lo soy.
Frente a la mediana estabilidad que tengo ahorita me pregunto cuánto durará. Qué pasará cuando me bajen o me quiten el parche de buprenorfina. Me pregunto cuándo aparecerá la siguiente crisis. Camino a sabiendas de que puede haber una coladera abierta en cualquier parte del camino. Ninguna práctica de mindfullness que he aprendido quita esos pensamientos ansiosos. Y es que así he aprendido a vivir. Por ejemplo, cada vez que salgo, así sea a comer, al súpermercado, a ver a algún familiar más lejos, a otra parte del estado para descansar, o viajar a otro estado (ya ni digamos país, que ya ni puedo ni se puede) tengo miedo de ponerme mal. Ese “ponerme mal” va desde un dolor de cabeza, malestar estomacal, náuseas, mareos, vómito, dolor más intenso en columna, piernas o brazos; hasta llegar a la “falla general”. Acompañado de eso obviamente está la ansiedad, que empeora todo. En mi mochila o maleta siempre van los medicamentos de cajón y aquellos que usaría si en efecto me pongo mal, además de mi fiel amigo el suero oral. En cada ciudad distinta localizo (o al menos lo intento) los hospitales más cercanos. Procuro siempre mantener actualizada mi ficha médica, por si no puedo enunciar mis padecimientos y tratamientos. Pareciera exagerado, pero no lo es.
Con cada estudio que sale normal vienen la ira, la frustración, la impotencia, el miedo, el hartazgo, la tristeza. Tengo ganas de gritar y salir corriendo. No es culpa de nadie, ni del médico, ni de mis padres, literalmente de nadie. Solo alguien que haya vivido un infierno así puede entender de lo que hablo. Anoche el neurólogo intentó animarme, expresando que sabe que un paciente puede desesperarse y que los siguientes pasos serán solo si yo quiero y cuando yo lo quiera. Eso se agradece, pero cuando las emociones se dejan venir todas juntas y en bola no puedo ver, no puedo oír, no puedo hacer nada. Sé que el doctor dijo más cosas, pero no las recuerdo con claridad. Solo sé que en ese momento no quería seguir ahí.
Mi caso es difícil, lo sabemos todos los involucrados. Por una maldita vez quisiera tener un nombre, pero sé que no llegará. Todos me dicen que es cuestión de investigación. Para los males que sospechamos o que por los testimonios de otras personas tienen sentido (como el síndrome de fatiga crónica/ encefalomielitis miálgica, que la mayoría de médicos dice que no existe) no hay estudios que digan sí o no. Solo hay suposiciones. Solo hay tratamientos que probamos a ver si sirven. Solo hay paliativos. Hay opiniones encontradas entre los médicos que me atienden. Algunas veces no pueden ponerse de acuerdo y cuestionan las decisiones de los otros. A veces me preguntan por qué tal o cual médico hizo esto o lo otro y yo no lo sé explicar bien, por lo que vienen más cambios, más negociaciones, más ajustes.
No sé realmente cuál podría ser el enfoque que otros podrían tomar para ayudarme en momentos así. No sirve que me digan que encontraremos ese nombre, porque ya estoy cansada de seguir buscando. Tampoco sirve que me digan que tenga paciencia (no me queda ni un gramo). No sirve que me hablen de dios. No sirve que me cambien el tema e intenten animarme. Sirve, creo, que me den mi espacio para poder llorar y maldecir lo que necesite; pero no quiero estar en completa soledad. Sirve un “estoy aquí”, un “no te voy a dejar sola”, un “pase lo que pase vamos a estar juntxs”, pero sin ser tan intrusivos. Sirve que comprendan que si no les escribo o respondo sus mensajes no es porque no les quiera; a veces no tengo cabeza para nada.
Releo estas líneas para ver si tienen algo de sentido y el corazón se me arruga otra vez. Lo que intento compartir es que en un proceso como el mío, con tantas enfermedades mezcladas, con tantos síntomas que no sabemos dónde acomodar, con tantas veces que escucho la palabra “rara”; lo que ocurra un día, un solo día, causa reacciones que llevan años a flor de piel. Cosas como volver a recibir un resultado normal no son malas en sí mismas, a solas, por separado. Pero si sumas toda la colección de cosas que están normales y que tienen marcas de violencia como las palabras de los médicos estúpidos que compartí arriba, todo el ser se tambalea y en breves instantes el eco de esas voces me grita que tal vez sí está todo en mi mente y es psicológico.
Por si no fuera suficiente, vienen más cosas: viene la culpa por lo que le causo a mis padres y algunos familiares y amigos, viene el pegarme el título de que soy una carga, y que no importa quién y cuánto me diga lo contrario, así me siento. Viene, como apunté arriba, la fragilidad del espíritu: la autolesión y el suicidio se contemplan como opciones bastante factibles.
Sé que en unos días esta sacudida pasará y vendrá un periodo de calma que me permita reflexionar sobre qué sigue ahora. Y sobre todo procuraré quererme mucho, hacerme saber que no, que lo que dijeron esos idiotas no es verdad, que tengo procesos de dolor y cansancio que son válidos incluso si no existe un nombre. Volveré otra vez a mis espacios seguros para permitirme reposar y llenarme de valor de nueva cuenta. Porque algo es cierto, pese a los pensamientos de muerte, la pulsión que me mueve es de vida (como puse en algún post por ahí, si hay gente que me quiere muerta, se joden, porque ahora no me muero). Así que aquí seguiré un rato; a veces peleando, a veces en reposo; otras veces realmente viviendo en el momento, como cuando escucho a mis viejos reír, cuando mi Zuri me babea, cuando el Zack ronronea encima de mí, o cuando disfruto de un helado, por mencionar algo.
Esta entrada sí que fue larga, pero creo que lo necesitaba. El saber que mamá comparte este blog a otras personas me anima, porque ella dice que leerlo le ha ayudado a entender(me) algunas cosas. Ojalá a otrxs también les sirva. No puedo hacer nada realmente por ayudarles, pero como me escribía con una amiga, a veces una halla consuelo en saber que lo que nos pasa les sucede a otrxs también. Que ese sentimiento no es único, y que por lo tanto los fantasmas que acechan diciendo que no es verdad mienten; es válido, existe. Así que si alguien se encuentra en estas líneas, este esfuerzo habrá valido la pena.
No he tenido tiempo ni ganas para arreglar lo de los comentarios, así que de momento si deseas decirme algo puedes usar el formulario de contacto. (O si me tienes en redes, bueno, pues por allá). No te promento responderte en breve, pero te leeré, te lo prometo. Puede que me tarde, pero lo haré.
Compas, que nadie ni nada les haga creer que eso que sienten no es válido. Solo una misma sabe el infierno que carga.
Y si alguien que amas pasa por esto, sabe que habrá momentos de mucho dolor, y no exactamente físico. A manera de compartirte algo, puedes checar algunas cosas que, de acuerdo a mi experiencia, es mejor no decir.
Les abrazo suavecito
Jos
*Empecé este texto el jueves. Nada más para aclarar, los hechos ocurrieron el miércoles por la noche. Pensé en adecuarlo, pero perdía algo de su feeling.
Nota: esta entrada la publiqué desde la app de Wix porque de forma normal no quiso jalar. Ya que se pueda le doy formato.
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