Continuando con la entrada anterior, creo que es hora de compartir más ampliamente el cuento que escribí pensando en Pepín. No puedo escribir mucho sobre ello, solo darle un nuevo hogar. El cuento originalmente se publicó en el Suplemento Cultural Chirimbolo #4 (2018) y participé con él en un congreso en Amecameca, Edo. de México. Pueden dar click aquí para verlo. Pasen y lean. Es con todo el respeto y con todo el amor.
Molletes
Joselyn Silva Zamora
En memoria de Pepín
Se mira la oscuridad con la incertidumbre de tocarla. Se enmaraña en los dedos y cuelga floja, indecisa. Los ojos abiertos están cubiertos por delgados hilos de neblina. El techo te parece más alto que de costumbre, la cama más fría, el aire más denso.
Tu mano derecha responde, rasca los residuos de pesadilla en tu cabeza. Tu lado izquierdo sigue en el sueño. Las cobijas te pesan. Empiezas a sudar. La alarma de tu celular suena como todos los días, y como todos los días, la dejas pasar. Es un mal recordatorio de que ayer pudiste levantarte.
Cierras los ojos queriendo retornar a la parte buena de la noche, a ese pedacito de sueño donde te sentiste vivo. El pecho no oprimía. Las piernas se movían. Mordiste una hamburguesa.
Te ríes de tu estupidez. Saboreas, salivas a lo tonto. Te repites por costumbre que un día estarás estable y chinguesumadre, irás por esa hamburguesa, por los tacos del puesto de siempre, a La Polar y con Pola.
La alarma ha cedido y tu lado izquierdo también. Consigues sacudirte, te limpias las lagañas, orinas. Tomas tu tiempo en la ducha, reposas. Procuras ponerte ropa que no te deprima más de lo que ya estás.
Te miras al espejo. Ves las ojeras. El cinturón en el primer hoyito. Recuerdas lo bien que te quedaba antes esa playera. Sigues viéndote, inspeccionando, pero no te ves. Intentas escudriñar en el eco gris de tus ojos, en esa neblina que te pesa y les pesa; lo sabes. Sonríen, pero ni madres, están tan cansados como tú.
Hace mucho que te dijeron que no tenías culpa de nada.
Pero cada día te maldices.
Cada día deseas que se termine.
Por qué a mí, repites. Tu Dios no contesta como tú quisieras.
Sigues mirándote, mirando el espejo. Te parece apreciar en el reflejo los insectos que se encargan de joderte. Son tú. Son parte de ti. Recuerdas alguna caricatura donde el sistema inmune son un montón de soldaditos que lanzan rayos a los virus. Sientes el rayo cortar tu riñón, tu tiroides, tu páncreas. Sientes crujir tus dedos cuando las falanges chocan. La quemadura te da náuseas. Un equipo te deshace a cañonazos; el otro te cauteriza. Sientes que vas de arriba a abajo.
Te jodieron cuando te dijeron que no había cura.
La medicina arregla algo y descompone otra cosa. Es una cadena de arreglo-desarreglo que se repite una y otra vez. Ya hasta eres amigo de la mujer que te pincha el brazo cada mes.
La gente ha llegado ya. Como en un flashback, los atiendes como si no hubiera dolor, como si tu cuerpo por primera vez en meses colaborara. Sonríes, sonríen.
Callas y aprietas los dientes cuando te dicen que le eches ganas. Que te cuides.
¿Más?
¿Neta?
No dicen nada sobre tu delgadez, sobre tu cara hinchada, sobre tus ojeras de mapache. Lo agradeces, aunque sus ojos no saben callarse.
Entonces te miro a los ojos.
Entiendo.
Entiendes.
Estamos jodidos.
Tu sistema y mi sistema están atrofiados. Tienen un error de programación y no han encontrado qué renglón borrar para anular la operación. Pues ya qué, piensas, pensamos.
En el fondo sabemos que la carrera se va a terminar un día, pero nos aferramos a seguir. No entendemos bien por qué. De algún modo quedan gránulos de optimismo, quizás dejados en la almohada por el sueño reparador de la semana pasada. Por el meme que hizo reír pendejamente. Por el Piolín que envió alguna tía. Por la medicina que no hizo vomitar esta vez. Por la galleta que fue comida sin causar estragos.
No nos queda más que reír. Maldecimos juntos el caldo de pollo, sacas la lengua con la idea del chayote cocido, inhalamos el café amargo sin probar una gota, sentimos el eco de un par de cervezas y sus risas estúpidas.
Recuerdo claramente el pan tostado y el queso desbordado del único desayuno que me preparaste en cuarenta años. Tenía un ligero acento mantequilloso. El pan crujía. Alguna partícula brincó a mi mejilla. Eran los mejores molletes que había comido. Qué Vips ni que nada. Ahí, en tu círculo más íntimo. Así, cuando no teníamos bicho de qué preocuparnos.
Nos despedimos una vez más, siempre queriendo vernos otra vez.
Sólo que no hubo otra vez.
Ya no te miras en el espejo. Ya el ejército ha vuelto a casa. Tu batalla fue más agresiva. Es una condena de vida, dice un comentario en Facebook. Y se acabó para ti.
Cada día, cada semana, se añade un hilo blanquecino entre mis pestañas. La cadena de arreglo-desarreglo, la cadena inflamatoria, la cadena de palabras, la cadena de mentiras, la cadena de los pinches échale ganas. Me muevo. Cruje.
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