El próximo 15 de noviembre el Zack cumplirá un año conmigo. Mi bichito adorado es un integrante más de la familia, igual que Zuri, de quien luego escribiré.
Desde siempre quise tener un gato, pero las condiciones no lo habían permitido. Cada vez que veía las páginas de refugios como El Gato Vago imaginaba el día en que por fin pudiera adoptar a un gatito; porque eso siempre lo tuve claro: adoptar, nunca comprar.
En las crisis más intensas desde 2017 para acá iba a ver a los gatitos del Hospital Español, junto a Sala 9, cuando tocaba ver a algún médico por allá. Los acariciaba, los dejaba encimarse, morder jugando mi bolsa o las agujetas de mi chamarra; cerraba mis ojos y me quedaba ahí, abrazándolos, contándoles mis penas y alegrías. Más de una vez llegué tarde a mis consultas por estar con los gatos. A muchos les puse nombre y me emocionaba cuando los veía acercarse. Creo en verdad que esos gatos ayudaron en mi recuperación.
Hubo una gatita que me robó el corazón más que cualquier otro gato. La llamé Martina. Tenía unos ojos azules preciosos. Cada vez que podía sentarme por ahí la llamaba por su nombre y venía a mí. Me dejaba cargarla y acariciarla. Varias veces lloré con ella, cuando el corazón rebosaba de emociones confusas y dolor. Recuerdo una ocasión en que se acercó una mujer de la tercera edad en silla de ruedas, con su cuidadora, y se emocionó también con Martina. Cargué a la gatita para que la señora (cuyo nombre y parte de su conversación sigo recordando) la acariciara y las dos reímos mientras ella me contaba de su vida. Encuentros como ese también me ayudaron a sanar aquello que las medicinas no podían.
Insistí durante mucho tiempo en adoptar a Martina, pero cuando casi lo logré, ella ya no estaba. La busqué bastante tiempo, pero no volvió. Quiero creer que la adoptaron y deseo que esté bien; merece todo el amor del mundo y una buena vida. Le agradezco los ratos que compartimos y el cariño que me regaló.
Seguía viendo los casos de El Gato Vago y juraba que cuando pudiera adoptaría a uno de esos gatitos. Un par de veces fui a comer a Vegattos, restaurante vegano de dicho refugio y era fantástico: comida deliciosa, artículos para comprar y la compañía de algunos gatitos del refugio.
En octubre del año pasado me escribió mi hermana para preguntar si quería adoptar a un gatito negro bebé que había sido rescatado. Obviamente le dije que sí, aunque faltaba hablar con mis jefes. Aún no sé cómo lo logramos, pero accedieron. Yo no podía estar más feliz. Nunca me importaron los colores del gato; fuera blanco, naranja, carey, negro, un poco de todo, yo lo iba a querer igual. Pero resultó negro, como el cuento de Edgar Allan Poe, uno de mis escritores favoritos.
El 15 de noviembre del 2020, un año bastante convulso, fui con mi hermana a recoger al gatito. Naturalmente él estaba asustado. Solo tengo un par de fotos del día de su bienvenida, porque buscó inmediatamente esconderse bajo los muebles. Al intentar cargarlo me rasguñó por todos lados y mi oreja empezó a sangrar. Le enseñamos donde estaba una de sus camas y se quedó ahí, temeroso. Durante los siguientes días solo salía a comer y a su arenero y volvía a su escondite bajo uno de los muebles.
Las primeras visitas al veterinario no fueron mejores. En una de ellas me lastimó bastante las manos y tuve que ir al hospital para checar las heridas, puesto que uso un medicamento inmunosupresor y pudiera haber riesgo de alguna infección. En la siguiente y tras volverle a contar al veterinario de su comportamiento, me dio algunos consejos, pero añadió que al ser un gato medio feral, si no mejoraba solo quedaba algo que hacer porque era un riesgo para todos. Creo que pueden imaginar a qué se refería. Ese día tras subirnos al coche lloré. Me negué rotundamente a hacerlo; por algo lo había adoptado: quería darle una buena vida.
El proceso fue lento. El Zack no dejaba siquiera que lo tocara y desaparecía buena parte del día bajo los muebles o en cualquier rincón al que pudiera acceder. Llegué a desesperarme y a pensar que tal vez nunca podría acariciarlo, pero como dice mamá, el amor hace maravillas. De a poco se acercaba a mi mano cuando le ofrecía de comer sobre mi palma y a partir de ahí cada vez se acercó más y más. El día en que se dejó acariciar brevemente las patas delanteras lloré de alegría, y qué decir de cuando lo escuché ronronear por primera vez. Lentamente también empezó a dormirse conmigo; primero en una esquina, luego más cerca, después a mi costado y luego sobre mis piernas.
Desde aquellos días ha tenido más confianza y ahora es un sinvergüenza. Ya no es mi cama, es su cama y me da permiso de dormir ahí. Ya se acuesta sobre mí cuando le da la gana y me reclama si no apago la luz y me acuesto temprano. (Tantos memes sobre los humanos siendo esclavos de los gatos cobraron sentido…). Sé que tras acostarme pasarán unos diez minutos para que lo sienta brincar a la cama y se acomode sobre mis piernas. Busca que lo acaricie y lo zangolotee. He aprendido a distinguir algunos de sus maullidos para saber qué quiere. Me da topes y besitos. Y yo soy inmensamente feliz.
Como escribí en algún lado, este bicho me ha enseñado mucho sobre el amor. Cuando aún no se dejaba acariciar me mostraba que me quería (o al menos me toleraba) con otros detalles, como dejar sus ratones cerca de mis tenis hasta que jugara con él. He aprendido a respetar sus tiempos y sus espacios; no siempre quiere jugar o que lo acaricie, no siempre quiere dormir en un mismo sitio y hay cosas que no le gustan, como que lo cargue o le acaricie su pancita demasiado tiempo o que lo toque mientras está en su torre. Y también él ha aprendido que hay ratos en que no quiero que se duerma encima de mí o que hay cosas que me lastiman, como algunos de sus arañazos. Basta un «¡Óyeme!» o un «¡Quiubo!» para que sepa que algo no estuvo bien y se va a su torre. No hay necesidad de gritos ni mucho menos golpes.
La convivencia diaria con mi bicho me ha ayudado muchísimo. Mi salud mental y emocional han mejorado mucho y aún con la crisis de los tres meses puedo decir que estoy estable. La salud física también ha cambiado para bien. En mis días malos de patata en los que me cubro con las cobijas lo más que puedo va, se asoma y me busca para —supongo— saber que sigo ahí. Maúlla hasta que doy señales de vida y si de plano no me paro, busca algún sitio donde aplastarse, generalmente entre mis piernas o junto a ellas. Sus ronroneos me calman y siento que todo va a estar bien. Además, con todas las locuras que realiza, me hace reír y esa risa cura.
Zack llegó para cambiar mi vida y quiero estar cada día mejor para cuidarlo y darle la vida que se merece. Sé que aún puedo cambiar cosas para que los dos estemos mejor, pero poco a poco. Recordar al gatito que rechazaba mi sola presencia y ver a este bicho que da topes o me pega con su pata hasta que le hago caso —solo para irse después— es lindo y refuerza lo que mamá dice sobre el amor.
Ojalá todos los seres tengan un hogar cálido y reciban el amor que merecen. Aquí abajo pongo los enlaces a las redes de algunos refugios y grupos que sigo. Si les es posible, piensen en adoptar a un animalito rescatado; les juro que no se van a arrepentir. Y si les es posible, piensen en un gatito negro; son los menos adoptados (por las supersticiones, dicen algunos; si supieran que al contrario, nos llenan de suerte y amor). Si no pueden adoptar, hay muchas formas en que pueden ayudar a los refugios, como donaciones (en dinero y en especie), participar en rifas, hacer voluntariado o simplemente compartiendo sus publicaciones. Echémosles una mano.
El Gato Vago (página de Facebook) (página web oficial)
Manada San (página de Facebook)
Rescatando vidas, regalando amor A.C. (página de Facebook)
31 Gatitos (y tienen cat café) (página de Facebook) (página web oficial)
44 Gatos ferales (página de Facebook)
Les mando abrazos y amors. Zack (si le da la gana) les manda pelitos.
Jos
Nota: Los comentarios siguen desactivados, pero me pueden mandar mensaje en la pestaña de Contacto. No prometo responder rápido porque aún estoy agarrando la onda otra vez, pero procuraré hacerlo.
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